Contemplando o interpretando, cada uno de nosotros proyecta sobre el paisaje el resultado de sus propias vivencias.
El paisaje como construcción de nuestra mirada, mirada que se afirma en la experiencia de lo próximo o que se eleva sobre el horizonte imaginando una nueva realidad. Y la mirada también como elemento que construye el paisaje, mirada que inventa y habita los lugares desde la perspectiva del que observa el lugar: mirada que no se presenta en blanco ante el paisaje contemplado, si no con la impronta de los recuerdos, la sabiduría o los perjuicios.
Al paisaje se enraízan firmemente algunos de nuestros sentimientos más íntimos: la tierra que nos vio nacer, el lugar donde crecimos y nos sorprendimos al primer conocimiento, el terreno surcado por las cicatrices de nuestros dolores, pero que también se ilumina con la luz de nuestras alegrías. Territorios habitados por los recuerdos y también desolados parajes que nos inquietan.
Polvo de caminos gastados en mil recorridos de ida y vuelta, fango de recónditas ciénagas donde no tendríamos que haber estado nunca. Paisaje urbano que nunca recorremos solos y estrechas callejuelas nada aconsejables. No hay nada más posesivo que el paisaje, que se fija y enreda en cada vida de forma diferente. Un escenario diferente para cada vida.
La ciudad como territorio distorsionado, espacio inventado y virtual, que se obstina en hacernos olvidar cualquier utopía o fantasía pastoral, última frontera para el fotógrafo de paisaje -las connotaciones del término “paisaje” se me antojan incorrectas en el contexto urbano. Manipulación intencionada del espacio para proyectar ilusión de libertad. Necios esclavos del engaño, movemos la rueda que mantiene en movimiento la ciudad para simular la vida.
Todo es falso en la ciudad: árboles con raíces atrapadas bajo el asfalto, manantiales domesticados por el cemento, nubes de plomo y azufre… Verdades y mentiras que se confunden para hacernos más confortable la vida. ¿Y las fronteras internas de la ciudad? una retícula de cerraduras y prohibiciones, que nos mantienen a salvo y organizados.
La ciudad como un gran archipiélago de vidas, donde cada uno se afana en sobrevivir aislado en su propia isla.
No existe un paisaje más subjetivo que aquel que existe solo en nuestra imaginación. En los más benignos sueños de los moradores de las ciudades, crece la idea bucólica de la vida feliz en el campo, libre por fin de las pesadas cadenas de la rutina urbana… Quizá este idílico retorno a la arcadia es más una proyección de la frustración del urbanita alienado que la noble aspiración de un espíritu libre. Pero también habrá quien haciendo el viaje contrario, impulsado por la promesa de una vida repleta de posibilidades, mantenga la nostalgia anclada en aquella Tierra que dejó atrás… Otro habrá que mantenga el recuerdo infantil de los veranos en la aldea, en la que la vida relajada/regalada solamente traía cosas buenas.
Entre tanto el paisaje imaginado o recordado, alimentado por el deseo adquiere una nueva dimensión, lo ausente y lo perdido se fortalecen en nuestra imaginación, deseos y esperanzas que muy pocos alcanzarán a satisfacer.
Pero los paisajes imaginados son muy traicioneros, y solo dejarán ver su verdadera “topografía” cuando se despejen aquellas sublimes neblinas en las que se adormecían nuestros pensamientos y fantasías. Lo que para uno es un perro, para otro es un can.
He quedado impactado, petrificado, sin palabras, un articulo sublime. Guauuu.
Paz y Amor